Desde la cama observa la luz que se cuela a través de los huecos de la persiana, solo hace cinco minutos que se ha ido y ya piensa en salir corriendo detrás de él. Se queda un poco más buscando su forma en el colchón y su olor en la almohada, cierra los ojos y retrocede unas horas, vuelve a sonreír.
Se duerme de nuevo, empieza a llover.
Un desayuno con cara de tonta y Love, our love en espiral. Se acuerda de alguna frase de esas que se dicen en bajito, muy cerca, y analiza con cuidado el efecto que han causado en su nada agitada vida mientras unta mantequilla en las tostadas. Ahora ya empieza a pensar en si volverá a verle y la sonrisa desaparece como por arte de magia.
Sabe que lo bueno de los imposibles es que se quedan grabados en un rincón pensado especialmente para ellos y de él hacen su escondite y su refugio, conservándose como el primer día, como la primera vez. Lo malo es que te tienes que conformar con eso.
Con las tostadas y los imposibles empieza el domingo lluvioso,
con el domingo lluvioso, empieza la cuenta atrás.
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