Un hombre de unos 80 años carga con el bolso de su mujer que
a su vez carga con la pena de que ella se irá primero. No sabe cocinar, piensa,
no sabrá donde tiene nada, no encontrará ni su pijama. Y se retuerce en la silla
de ruedas y se traga las lágrimas y el dolor.
Paseantes con pantalón y camisa rosa, con bata azul,
alejados de toda dignidad, despojados de libertad. Abrazados a barras de hierro
de las que cuelga sustento, vida.
A Dolores y a su marido les han cambiado de habitación y
ella llama a todos sus contactos de la agenda para que no vivan sin esa
información. Alguien se ha cansado de escucharla y la mira fijamente, le
reprocha sin decir nada, pero esta mujer de ojos apagados y sonrisa dibujada perdió
el sentido común cuando un lugar de habitaciones blancas se convirtió en su
segunda casa y ahora no lo encuentra por ningún sitio, no sabe donde lo ha
dejado.
En la salita azul están todas las sillas ocupadas y en las
caras de los demás se dibujan historias de cansancio y resignación. No hay un
lugar mejor para olvidarte de ti mismo y de las cosas que ayer te parecían
luchas imposibles y hoy inútiles, absurdas.
Pasan horas y días. El tiempo ya no está a favor y el viento
viene de cara. Se pasa del calor al frío bajo un clima artificial y todo es
frágil en ese lugar de paredes silenciosas.
Buscan las sonrisas de quienes les rodean, buscan esos
resquicios de vida normal en los ojos de los demás y se refugian los unos en los
otros adivinando la certeza de que en ellos siempre encontrarán cobijo.
Son un abrazo permanente, una fortaleza inquebrantable.
2 comentarios:
Precioso mail, Vanesa. No puedo añadir nada más.
Un abrazo y um beso muy grande.
No se ni que decir. Me dejas sin palabras.
Se fuerte. Un abrazo.
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