Ni desayuno al sol, ni tumbona en
el jardín, ni lectura empedernida. Este findesemana le ha tocado cambiar
inevitablemente de escenario y se ha tenido que aguantar, que hay cosas que no
atienden a razones, al menos no a las suyas.
Un domingo por la mañana en
urgencias está muy alejado de lo que le hubiera gustado para estos días medio lluviosos,
pero mientras espera sentada las buenas noticias en una sala de espera con olor
a rancio, no lo piensa, directamente, no piensa.
Los hospitales tienen la
capacidad de despojarte de tu energía cuando entras y de olvidarse de devolvértela
a la salida.
La señora que está sentada a su
lado parece que lleva un buen rato esperando, teniendo en cuenta que en estos
micromundos cuando entras se detiene el tiempo, podríamos traducirlo en una
eternidad. Busca la mirada cómplice del resto de los asistentes a esta reunión
matutina para poder contar lo que le ha pasado a su mejor amiga, recordar que
no somos nadie y hablar de que al final ha salido el sol a pesar de que
anunciaban lluvias, luego vuelve a suspirar y repite ese ay señor que le sirve de desahogo y de quitapenas, cada uno, a lo
suyo.
Al otro lado, una chica que
parece no parar de hacerse preguntas pero que no abre la boca, mira fijamente
al suelo. En una bolsa lleva la ropa de alguien a quien todavía tienen retenido
en el interior de algún box, no quiere mirarla, pero no puede evitarlo, piensa
que hay cosas que no deberían pasarnos hasta que no cumpliéramos los 30 y poder
vivir en la inopia, al menos, hasta entonces.
Las escenas rocambolescas se suceden
ante sus ojos y parece que se aleja, se encierra. Compra el periódico y mientras espera lee desgracias que suenan ajenas
y que le hacen percibir más intenso su alrededor. Se pregunta cuanto dolor
somos capaces de soportar y sin darse cuenta llora mientras coloca la compra en
la nevera, se acabó el domingo de realidades a golpes, ahora sólo quiere soñar
que todo saldrá bien mañana.
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