En la calle Mayor había una maquina mágica que hacía cucuruchos de vainilla y en las tardes de primavera cuando paso por delante del escaparate desde el que se veía, me acuerdo exactamente de como era. Recuerdo el olor de ese helado como si lo tuviera delante en este mismo momento. Con el sabor a vainilla vuelvo al coche rojo (mal) aparcado en doble fila y a como la miraba cuando volvía con tres de esos cucuruchos en las manos, era la felicidad de un día que acababa, la hora de volver a casa.
Me gusta que me cuenten que de pequeña me escondí en la maquina de coser de mi tía abuela y que tuve a media familia buscándome hasta que al final me decidí a salir. Que mi hermana me recuerde que a pesar de que nos llevamos 8 años jugaba conmigo y siempre me dejaba elegir muñeco la primera aunque luego me daba igual porque siempre me gustaba más el de ella y me lo tenía que cambiar. No me dan miedo las fotos que reflejan personas que no están y no escondo la sensación que me provoca encontrar en alguna caja en el garaje algo que me regaló mi madre cuando era pequeña por algún cumpleaños o por navidad, lo último que he rescatado es una radio Fisher Price azul que sólo con tocarla ya me llevó de vuelta a los años en los que esos regalos casi no tenían valor y que ahora la miro desde el sofá como si hubiera encontrado un tesoro.
Los recuerdos nos mantienen con los pies en la tierra y nos recuerdan quienes somos y como hemos llegado hasta aquí.
Desenterrar esos tesoros de infancia, arrancan sonrisas irreversibles.
1 comentario:
Yo recuerdo con insistencia el olor de una de mis cuidadoras de la guardería.
Hace poco me lo crucé en la calle.
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