Gimena descansa el día apoyada en la barra de ese bar al que
su amiga se empeña en ir. Cada una mira fijamente el papel pintado de la pared
que está detrás de la otra. Ni una palabra, nada.
A las 10 el niño al fútbol, la niña a ballet, ella visita a
su madre y sus consejos desaconsejados sobre lo bien que estaba cuando estaba
casada y lo mal que le ha sentado el divorcio y lo difícil que es encontrar a
alguien a las cuarentaytantos. Aguanta el chaparrón y mira el reloj concentrada
en que pase el tiempo volando y pueda marcharse de esa cárcel con mesa camilla
y mantel de ganchillo.
Esta noche los niños con su padre, toca salir. No hay ganas,
se quedan en el sofá mientras resiste estoicamente ante un programa de esos que
de color rosa tienen más bien poco, pero su amiga insiste; Gimena, vamos a bailar, nos tomaremos unas copas, conoceremos gente…así
que ahí está, sentada en un taburete, tomándose una tónica algo regada de
ginebra y deseando volver a casa para meterse debajo de la manta y que se pase
el frío, confiando en que no vuelva más…
La miro desde el otro lado de la barra e imagino su vida que
seguramente nada tendrá que ver con la que es en realidad. Le sonrío porque mi
capacidad para ponerme en el lugar de los demás a veces me asusta y porque me
pregunto que sentido tiene lo que parece que no tiene ninguno. Se acaban la
copa, siguen sin hablar, Gimena me dice adiós y a mi me parece que ya la conocía,
deseo que se le pase el frío y confio en no sentirlo nunca, alguien me pide un gin tonic y mientras le sirvo, todo vuelve a girar.
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