Descansa mi cabecita poco últimamente. Se amontonan los
pensamientos atolondrados y enrarecidos. Se solapan las ideas, los planes y los
mapas que se dibujan para escapar.
Campamento base; una casa en la que ya se puede comer en el
suelo. La manía de cambiar la mesita de un lado al otro de la cama. Ordeno
cajones, entradas, libros y camisetas. Me ordeno salir para notar el sol en la
cara y recuperar esa normalidad que se escapa entre Hoy, Júpiter, que he convertido
en un libro de mil páginas, y películas olvidadas en algún rincón de la
estantería.
Empecé el año engullendo cinco uvas por eso de que nunca me las tomo y todo parece ir un poco al ralentí. Así que este debe ser mi
año, aunque por alguna razón confío en que empezará en febrero. Todo empezará en
febrero.
Me peleo con lo que quiero (des)hacer más que nunca y el
balance a los treinta me parece ridículo pero bastante necesario en estos días
en lo que siento que todo se tambalea o lo tambalean. Entro, salgo y conozco
algo más de mi mientras me escondo debajo de una manta de corazones y las
palabras que me han dicho y que ya no recuerdo porque yo lo bueno nunca lo
retengo, por si acaso.
Todo lo que quiero hacer a la lista de todo lo que quiero
hacer y alguna lagrimita exagerada y sin motivo emborrona el papel y con él el
día, que a mi a tremenda no me gana nadie.
Se escapa un suspiro entre canciones que no conozco y al
final decido marcharme por la puerta de atrás, porque ya está bien de tropiezos
innecesarios y giros que han dejado de ser inesperados, tampoco pasará nada si
por una vez le hago caso a algo que no sea mi regresión quinceañera, digo yo.
Y así, entre bastones, muros y palabras(algunas salen a la
luz, otras no)voy dejando que se escape este enero caluroso a pesar del frío y
frío a pesar de los abrazos y confío en que yo soy de esas que cuando mejor
está es cuando todo está al revés porque, devolverlo a su lugar, es lo que mejor se me da.